Desde los primeros tiempos de la cristiandad, algunos hombres profundamente religiosos decidieron apartarse del mundo para entregarse por entero a la oración. Se les llamaba eremitas, y solían vivir en islas, desiertos y otros lugares apartados. En el siglo IV, el eremita egipcio san Antonio de Tebas formó una comunidad con otros orantes.
La idea se difundió por la cristiandad, y poco a poco fueron estableciéndose comunidades de hombres (monjes) y mujeres (monjas).
La vida en los monasterios y conventos era sencilla, pero no demasiado dura. La jornada se repetía entre la oración, el sueño y el trabajo. Los monjes recibían cada día una ración de pan, una medida de vino y dos comidas calientes, dormían en cama y a cubierto, tenían ropas para cubrirse y si caían enfermos, alguien cuidaba de ellos. Esto era mucho más de lo que tenían quienes vivían fuera de los monasterios y, en consecuencia, nunca faltaban voluntarios para incorporarse a tales comunidades.
Si bien monjes y monjas vivían entregados a la oración y apartados del mundo, los monasterios pronto desempeñaron una función crucial en la vida cotidiana. Durante siglos, los monjes fueron los únicos capaces de leer y escribir, y la única forma de recibir cierta formación era seguir la carrera eclesiástica. Pero no todos los religiosos vivían en monasterios: los curas más humildes trabajaban en las parroquias, mientras que otros ocupaban cargos importantes junto a reyes y poderosos.
Muchos monjes y monjas se consagraron al cuidado de los enfermos; les administraban medicinas hechas con hierbas cultivadas en sus huertos y, cuando todo fallaba, rezaban por el alma del paciente.
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